Historia de un clan: Luis y Sebastián Ortega revisitan a Puccio

Estamos en un contexto político ideal para este nuevo proyecto. Pasa todos los días, así que nadie va a hacer mucho barullo porque están todos cagados. Todos los días secuestran gente y nadie dice nada…» ¿Habrá pronunciado esa sentencia Arquímedes Puccio en la «vida real»? ¿Se resumen en ella la convicción y el delirio de un tipo que, en la mitad de la vida, transformó la casa familiar en una fábrica de crímenes?

Los primeros capítulos de Historia de un clan estuvieron prácticamente dedicados a desenvolver la filosofía y el lenguaje del padre de los Puccio (Alejandro Awada). Vale la pena escuchar con atención el guion que escribieron Javier Van der Couter y Luis Ortega (el director), secundados por Pablo Ramos y Martín Méndez, y asesorados por Rodolfo Palacios (quien acaba de publicar El Clan Puccio, la historia definitiva).

Es en el lenguaje donde se cifra la clave de una miniserie que evita el costumbrismo y deforma la poética realista (habría que decir que la estrangula), para dar lugar a un artificio más complejo y difuso (francamente, inquietante), desde el punto de vista del género, el desarrollo argumental y la percepción de lo que se muestra.

En este sentido, la propuesta narrativa y formal de Luis Ortega toma de la historia real de los Puccio apenas lo anecdótico. A partir de ahí, elabora un relato cuyo guion está minado de detalles expresivos (prejuicios de clase, creencias religiosas, estereotipos discursivos, refranes populares, veladas intolerancias) que le permiten al cineasta traer al presente las condiciones de posibilidad (no sólo históricas, sino sobre todo íntimas) de los hechos aberrantes cometidos por esa familia y el grupo de cómplices.

En la cartografía emocional que Ortega les diseñó a esas criaturas hay, implícita, una especulación profunda sobre las prolongaciones cívicas del terrorismo de Estado en un hogar «tipo» de clase media biodegradada, y la manera en que, todavía, relampaguea ese instante de peligro en la actualidad. La cercanía con el «servicio secreto», la devoción católica, la moral rancia de un pequeño burgués fracasado, el antisemitismo, la homofobia, la réplica televisiva de cualquiera de esos sistemas.

A solas o frente a sus hijos, Epifanía (Cecilia Roth) y Arquímedes se tratan de «mamá» y «papi». Ella fuma en secreto. Él le toca el culo delante de los hijos. Alejandro (Chino Darín), Daniel (Nazareno Casero), Adriana (Rita Pauls) y Silvia (María Soldi) son los hermanos criados en la obediencia debida al padre de familia. Los varones parecen moverse con cierta comodidad en el sometimiento: quizás, porque encuentran protección en la autoridad. O porque se acostumbraron a compensarla por medio de un desempeño corporal algo brutal (la práctica de rugby, la sexualidad intempestiva). Las mujeres, en cambio, templan la opresión de género prodigando sensualidad indiscriminada, no del todo encubierta y abriendo grietas, tenues, en el estatuto de lo prohibido. Mientras en la tele desfilan el genocida Galtieri, Aníbal el pelotazo en contra y Rucucu, en la mesa la comida es casera, el vino tinto y, antes de ingerir ningún bocado, los Puccio rezan tomándose de las manos.

Si este fuera el único «tono» con los que Historia de un clan contrasta su trama y la hace jugar en relación con la historia verídica, no habría más que señalar el tratamiento maniqueo, engañoso, de una crónica macabra, con el mero propósito de saciar el ansia de mirar del ojo más retorcido. No es el caso: la otra gran «escena» (familiar, también, después del «pacto de sangre» que sellan sus miembros) es la del «clan» ejecutor de los secuestros y los asesinatos. Se trata de un trío dibujado con trazos gruesos, en plena caída hacia las ruinas de la existencia. El «coronel» (Tristán), Labarde (Pablo Cedrón) y Rojas (Gustavo Garzón), son un ex militar manco y dos parapoliciales desocupados pasados de alcohol y apatía que, más temprano que tarde, van a ser traicionados por el líder.

La última producción de Sebastián Ortega y Pablo Culell (Underground), en sociedad con Martín Kweller (Endemol) y el Grupo Crónica, llegó a la pantalla de Telefe un mes después del estreno de la película de Pablo Trapero, de la que el canal fue coproductor. Más allá del «tema» en común y la oportunidad de hacer un 2×1 promocional, se trata de dos realizaciones sin puntos de contacto declaran a Tiempo Argentino. La serie de Luis Ortega no parece buscar la verdad ni redundar en informaciones que, por otro parte, el espectador ya recibió. No hay un regodeo en los pormenores materiales del crimen, sino en la conjetura de su génesis y su concepto. La de «los» Ortega es una ficción.

Tanto la puesta en escena como las interpretaciones, el diseño de planos y, especialmente, los parlamentos estimulan la evocación a través del desvío (nunca en línea recta), incluso, de giros repentinos hacia el absurdo. Entonces, la decisión de pinchar el canon realista con registros que rayan el disparate, evita que el espectador se identifique con los personajes y, de inmediato, evita que pueda hacer catarsis y poner en paz su conciencia.

Por el contrario, Historia de un clan monta un espejo entre el terrorismo de Estado y la institución familiar (he ahí la «Historia» y he ahí el «clan»), que vuelve insoslayable la reflexión crítica de esas dos proposiciones. Las reminiscencias son parpadeantes, pero efectivas. Por ejemplo, al comienzo del primer episodio, Alex y su abogado mantienen esta conversación: «Me tocó un padre que no pude elegir», se justifica el mayor de los Puccio. «¿Y eso qué importa? ¡A todos nos pasa lo mismo!,» responde su abogado.

«Entonces, nadie debería ser castigado…», concluye el rugbier. Al cabo, el espectador decidirá cuánta abyección (o cuánta certeza) contienen los (muchos) enunciados de ese tenor, que Luis Ortega puso en boca de alguno de los Puccio.<

El dato
Historia de un clan

Miércoles a las 23 por Telefe.