El libro que cuenta la leyenda de Cemento
Abierto en 1985, fue durante casi dos décadas el “potrero del rock”, el lugar por el que pasaron bandas que poco después se harían masivas. Por su escenario, y sus baños “horrorosos y míticos”, pasaron, entre otros, Los Redondos, Sumo, Hermética, Babasónicos y Divididos, y se le daría forma a ese under cultural y joven que iluminaría los años ochenta y noventa, hasta explotar en el cierre trágico de Cromañón. En Cemento, el semillero del rock (Gourmet Musical), Nicolás Igarzábal reúne cientos de entrevistas y anécdotas, y logra recuperar la historia de esta catedral que Omar Chabán y Katja Alemann levantaron hace exactamente treinta años. Nos juntamos con el autor para conversar sobre la leyenda de Cemento y subrayar esas historias de sexo, experiencia y pobreza en el corazón caótico del rock argentino.
“Chabán estaba muy contento con la idea del libro. Cuando empecé a ir a visitarlo, él ya estaba internado en el Santojanni haciendo quimioterapia porque tenía cáncer. Nos juntamos durante varios días, comíamos algo y hablábamos un poco de cada banda. Yo le tiraba un nombre y él me decía algo gracioso, un recuerdo o algo del show. Después, cuando pasó a su casa, porque le dieron prisión domiciliaria por la enfermedad, también iba a visitarlo ahí. Además de Cemento, hablábamos mucho de literatura, de cine, de teatro. Aprendí mucho con él. Creo que armamos una linda relación”, dice Nicolás Igarzábal en un bar en Palermo, muy cerca de la redacción en la que trabaja. Como resultado de esos encuentros nació Cemento, el semillero del rock (Gourmet Musical), un libro que incluye cientos de entrevistas, a partir de las cuales se intenta reconstruir la historia de ese reducto que Omar Chabán y Katja Alemann abrieron en 1985 y por el que desfilaron los grupos más importantes de los últimos treinta años del rock argentino.
Entre tantas otras cosas, Chabán le contó que Cemento estuvo a punto de llamarse Malvinas, que antes era un viejo estacionamiento de 1500 metros cuadrados, que para transformarlo en esa especie de templo rockero invirtió cerca de 300 mil dólares y que la financista fue Katja Alemann, su mujer de ese entonces.
En sus inicios, el emprendimiento de la excéntrica pareja funcionó como discoteca con un espacio para el teatro under y la danza. Pero muy pronto el rock se apropió del lugar.Lo más interesante del trabajo de Igarzábal, sin duda, son los testimonios de músicos, periodistas y productores. Todos tienen una historia, una anécdota en ese refugio que era una caja adentro de otra caja, en ese escenario inmenso, en esos baños donde Mario Díaz, responsable de las vallas y el cacheo, cuando se juntaba mucha gente pedía: “Chicos, rápido y sin sacudirla”; o en esos camarines que Iván Noble define como “horrorosos y míticos” y Vitico asegura que “eran tan asquerosos que había que subir una escalera y esconderse en un lugar para darse un saque.”“Las historias que más me gustan son las más delirantes. Me acuerdo la de Francisco Bochatón, el cantante de Peligrosos Gorriones. Él me contó que un día le pidió a Raúl Villarreal, de vender él mismo las entradas en la puerta y nadie lo reconoció”, dice Igarzábal.
Es que para muchas de las bandas que hoy son consideradas grandes, el boliche del barrio de Constitución fue su semillero, su potrero antes de jugar en primera. Los Redondos presentaron Gulp ahí ante 850 personas. “Todavía no estábamos a la altura de llenarlo”, confiesa Willy Crook, saxofonista de la banda por esa época. Cuando Igarzábal le pregunta por las instalaciones, Crook agrega: “Era un lugar áspero y no había dónde hablar, dónde apoyarse; las chicas pasaban por la puerta y se quedaban sucias. No era para ir a curtir, ningún romance era posible ahí”. Sin embargo, no son pocos los que guardan otro tipo de imágenes en sus retinas.
Fabián Prado, tecladista de Memphis La Blusera, recuerda que: “Una noche estaba tocando y desde el escenario vi una chica medio agachada y me desconcentré. Estaba abrazada a un tipo, cruzándole el brazo, y había otro atrás cogiéndosela. Hasta que en un momento [el tipo] miró para el costado y se dio cuenta de que había alguien garchándose a su novia, ¡Se armó un quilombo infernal!”. Prado no es el único, Roberto Pettinato también tiene un recuerdo parecido. Cuando Igarzábal le pregunta qué es lo primero que le viene a la cabeza si se le dice Cemento, Pettinato responde: “el baño sin puertas y una chica diciendo ‘por favor no me vayas a acabar adentro de la boca’ y alguien haciéndolo igual.”
Pequeñas anécdotas “Las anécdotas de camarines y las que tienen que ver con los comienzos de las bandas también me encantan. Por ejemplo, la primera vez que Bersuit se puso pijama para tocar fue en Cemento en el marco de un concurso para un programa de ATC que conducía Tom Lupo“, repasa Igarzábal. “Ir a Cemento era ir al infierno. Yo ahí le vi la cara a mucha gente y el corazón, vi quiénes eran muchos y también ellos vieron quién era yo. Era un lugar sagrado donde teníamos nuestra propia ley”, sentencia Gustavo Cordera desde las páginas del libro.
Según escribe Igarzábal en “40 personas ahí en el piso”, en el espacio de la calle Estados Unidos Divididos tuvo noches memorables y otras para olvidar. Pasaron desde etapas de alta convocatoria, a tocar para muy poco público. En uno de esos shows los vio Federico Gil Solá. “Había poca gente, unas 40 personas. Se sentaban alrededor del escenario, en los costados, como de campamento”, rememora Gil Solá, que luego estaría al frente de los parches en Acariciando lo áspero y La era de la boludez.
“Las Pelotas tocó durante trece de los veinte años que existió Cemento. Tenían que esperar tanto entre la prueba de sonido y el show que se llevaban las paletas y jugaban al ping pong en la mesa agujereada del camarín. Me contó Tomás Sussmann, guitarrista de la banda, que una vez, por inventiva de Chabán, su mujer se pasó más de dos noches amasando para preparar las pastafrolas que entregaron de regalo con las entradas, en uno de los shows aniversario”, detalla Igarzábal refiriéndose a los otros ex Sumo.
La de Las Pelotas no es la única. Los Piojos también tuvieron su experiencia rockera gastronómica en Cemento. La Nochebuena de 1993 convocaron a su público y prometían pan dulce y sidra para las primeras 500 personas, pero según recuerda Piti Fernández, guitarrista del conjunto de Palomar: “Eran las tres y no había nadie. Tocamos a las cuatro para 40 parientes.”
El fin de la primavera “Hay bandas que no podían no estar en el libro, en los noventa: A.N.I.M.A.L, Fun People, Los Brujos, Peligrosos Gorriones, Catupecu Machu, Flema, 2 Minutos, La Renga, Viejas Locas y Caballeros de la Quema”, explica Igarzábal, extendiendo la leyenda del lugar más allá de esa mítica y fundacional década del ochenta. La del dos mil, por su parte, sería complicada tanto para el país como para Cemento. Sin embargo, en los años previos a la noche trágica en Cromañón y al cierre definitivo del local, desplegaron su música bandas como El Otro Yo, que incluso grabó un disco en vivo; Carajo, que tomaron de Chabán la idea de tirar papel higiénico al público en su canción “Sacate la mierda”; los internacionales Queens of the Stone Age, que cortaron sólo 144 entradas; y Miranda, con Ale Sergi a la cabeza. Créase o no, el cantante de voz aguda confiesa que, como público del lugar, le encantaba hacer pogo en los recitales de Divididos y Las Pelotas.
Los dos mil en Cemento también fueron los años del desembarco de las bandas uruguayas La Vela Puerca y No Te Va Gustar; los años del despegue de Los Tipitos, Árbol y La Mancha de Rolando; de bandas más combativas como Manos de Filippi o más punks como Cadena Perpetua; los años de la cumbia villera con Damas Gratis, que tuvo su noche en Cemento junto a Fidel Nadal y la propuesta despertó cierto enojo en los sectores más conservadores del rock. No obstante Chabán brindó su apoyo al grupo de Pablo Lescano. “Cemento nunca se cerró, los grupos marginados tuvieron su lugar aquí y así conformamos el rock crítico. Agradezco que Damas Gratis realicen su recital acá así como lo hizo La Mona Jiménez en su momento”, opinó el agitador cultural desde las páginas del suplemento Sí!
La figura de Chabán es controvertida como pocas. Aspiraba a ser un director teatral y terminó convirtiéndose en una especie de padrino del rock under. Según cuenta en una nota que le hizo el periodista Pablo Plotkin, hasta los 29 años vivió con la plata que sacaba de la caja del bazar de su padre, Ezzeddin Chabán, nacido en Siria y radicado en Villa Ballester. Luego de un viaje a Alemania, donde fue con la idea de hacerse famoso, regresó a Buenos Aires a comienzos de los ochenta, con la dictadura casi en retirada. A los treinta, para dejar de ser un mantenido, abrió Café Einstein en sociedad con Sergio Aisenstein y Helmut Zieger (“Eramos un árabe, un judío y un nazi”, decía como gracia). En ese legendario local ubicado en Córdoba y Pueyrredón hicieron sus primeras apariciones grupos como Sumo, Soda Stereo y Virus. Pocos años después inauguraría Cemento, su “obra cumbre”.
Como plantea Igarzábal, nadie sabe quién es el dueño del Luna Park, de La Trastienda o de Niceto. En cambio en Cemento todo el mundo sabía quién era Omar Chabán. Y hasta la noche del 30 de diciembre de 2004, Chabán era para los ojos de los medios y el público que frecuentaba recitales, un personaje pintoresco, entre delirante y bizarro. Pero también muy querible.
“El libro termina reivindicando al Chabán de antes de Cromañón, el Chabán productor, el agitador cultural, como dice en el prólogo el periodista Jose Bellas. Yo fui a su funeral y estaba lleno de músicos y eso fue muy emocionante. Supongo que con el tiempo se convertirá en un mito, en una leyenda”, cuenta Igarzábal. Lo cierto es que en las 150 entrevistas que él realizó, los músicos en su gran mayoría sólo tienen buenas palabras referidas a Chabán. “Rescato la honestidad de Omar con la guita, una honestidad abrumante”, dice Juanse. “Chabán me cuidó más que mi mamá y mi papá”, dice Mariano Martínez de Ataque 77. Como “una persona culta e inteligente”, lo describe Walas de Masacre. “Omar siempre fue un hombre de bien, que me sugería cosas positivas. Me decía: “Ricardo, ¿Por qué no estudiás inglés? cuando en los primeros tiempos del metal salían grupos que cantaban en inglés. Nunca pasó que te dijera: “Mirá qué lindo culo tiene esa pendeja, ¿por qué no te hacés chupar la pija?” Jamás”, narra Ricardo Iorio que frecuentó Cemento primero con Hermética y luego con Almafuerte.
Omar Chabán murió el 17 de noviembre de 2014 en el Hospital Santojanni, donde estaba internado por un linfoma de Hodgkin. Cuando le pregunto a Igarzábal cómo cree que hubiera sido recibido el libro con Chabán vivo, me responde: “Yo casi lo tenía terminado y un poco estaba compitiendo contra su muerte porque él varias veces se había despedido de sus familiares y de nosotros, sus allegados. Nos llamaba para que fuéramos al hospital a saludarlo, pero ya después no lo tomábamos en serio. Me hubiera encantado que lo leyera. En el hospital le leía los borradores. Habíamos hablado del título del libro y él quería un título con más punch que hablara más de la ética de Cemento, pero nunca me propuso ninguno.
Me quedó esa bronca. Me hubiera encantado que lo hubiera visto terminado”, dice con cierta tristeza.A treinta años de su inauguración, y Cromañón de por medio, hoy Cemento no existe más. En su lugar hay un depósito del Ministerio de Educación porteño. Al terminar el libro de Igarzábal, me pregunto, ¿cómo recordaremos esas paredes cuando pase más tiempo? ¿Quedará en el habla popular esa frase “Yo los vi en Cemento” para sacar chapa de haber conocido un fenómeno cuando todavía no era masivo?
Según palabras del Indio Solari: “Más allá de lo que significó Cemento para Los Redondos, ese templo de Omar fue el lugar donde todos los extraviados fuera de los límites de las convenciones que gobernaban la cultura, encontraron la atmósfera apropiada para descorchar sus bellezas. Bellezas áridas, oscuras, cómicas y marginadas por una sensatez que un tiempo luego se dejaría alumbrar por ellas.”