Colombia es una escala que desafía los números rojos

El escenario es parecido a hoy: con Sabella, en 2011, y con Passarella, en 1997, el seleccionado estaba gobernado por las dudas en las eliminatorias, hasta que Barranquilla se ofreció como un golpe de timón.

La reflexión de Javier Mascherano, un símbolo de los últimos años del seleccionado nacional, se ofrece como un análisis ideal hoy, ahora mismo, a horas del choque influyente contra Colombia, en Barranquilla, en un contexto parecido a aquel, el 15 de noviembre de 2011. El volante, entusiasmado a horas de la finalísima mundial contra Alemania, recordaba, con serenidad y agudeza, de qué estaba hecho ese elenco. Y dónde y cómo había surgido. El seleccionado, en realidad, andaba a los tumbos.

Una derrota por 1 a 0 contra Venezuela, en Puerto La Cruz y un empate 1-1 con Bolivia, en el Monumental, eran sus antecedentes cercanos. Alejandro Sabella, el cerebral conductor, transpiraba más allá del calor sofocante y la humedad asfixiante. El equipo (Romero; Zabaleta, Fernández, Burdisso y Clemente Rodríguez; Mascherano, Braña, Guiñazú; Sosa; Messi e Higuaín) no salía de memoria. Para colmo, Nicolás Burdisso fue expulsado durante el primer capítulo, que se perdía por 1 a 0, por un tanto de Dorlan Pabon.
El Piojo López y un gol fundamental en las eliminatorias camino a Francia 98.
Tal vez influido por el 0-1, el entrenador pasó de la cautela a la audacia: Agüero entra por Guiñazú. Arriba, Messi, Higuaín y Kun. Leo y Agüero, a poco del cierre, crearon un nuevo equipo. Nació en Barranquilla, llegó a la final del mundo.

Algo pasó en ese entretiempo. La cabeza, el espíritu, la táctica, la personalidad. «Ahora, otra vez, estamos obligados a ganar en Barranquilla», suscribe el capitán. Representa, otra vez, una oportunidad. Es ahora o tal vez no sea nunca. La formación de Gerardo Martino ofrece los dos conceptos: nubes en la construcción de una identidad y oscuridad en el examen numérico. Barranquilla debe ser la escala de la confirmación. Como también lo fue el 12 de febrero de 1997, con un triunfo por 1 a 0, un bálsamo de agua dulce en el desierto.

Fue un episodio, casi, casi, sobrenatural. Ariel Ortega hizo un par de amagos, la pelota deriva en el Piojo López, zurdo entre todos los zurdos. Sin embargo, toma el balón con la otra pierna y remata al arco: la pelota parece que viaja por un costado, pero de pronto, por un efecto creado en el camino, entra. Es gol. Se corta el invicto cafetero de 17 partidos invictos en su casa. Y, sobre todo, resulta el puntapié de un equipo que también entra en la historia. Dos empates (1-1 con Chile y 0-0 con Uruguay), más un par de despistes anteriores, provocan cierta alarma.

Resulta el partido de las ironías. A los 9 minutos del primer tiempo Faryd Mondragón queda mareado con el impacto del balón, sofocado, también, por los más de 50.000 hinchas y por los casi 40 grados.

Luego de una dudosa falta de Hernán Díaz sobre Faustino Asprilla, Chicho está a punto de patear un penal. A los 9 minutos, esta vez, del segundo capítulo. El disparo de Chicho Serna acabó en un costado. Ese equipo, al final, terminó primero de la clasificación, que acabaría en los cuartos de final de Francia, con 30 puntos, dos menos que en la última tabla, rumbo a Brasil. Esa tarde, la formación empezó con esta estructura: Nacho González; Berizzo, Sensini, Paz y Díaz; Simeone, Zapata, Verón y Ortega; Crespo y López.

Hubo, también, victorias, empates y derrotas que no transformaron la historia. Nada se compara con esos dos estímulos, en la misma tierra sofocante en la que mañana buscará el elenco que dirige Tata Martino algo más que un triunfo. Detrás, como un fantasma entrometido que nunca se escapa, aparece el partido más doloroso de la historia de las eliminatorias. Fue con Colombia. Fue en el Monumental, la casa del fútbol argentino. Fue un 5 a 0 grabado en la piel.

El 5 de septiembre de 1993, la Argentina quedó en los libros («Vergüenza», sobre fondo negro, fue el título de El Gráfico, influyente en ese tiempo), con una exhibición de fútbol de los cafeteros. «Lo que más me dolió fue el quinto», recordó, tiempo después, Oscar Ruggeri, con una pensada y fina ironía. Pero esa fue otra historia.